miércoles, 3 de diciembre de 2014

Pol Pot y los Jemeres Rojos .“El horror, el horror”




El camino que seguían los acusados, por tanto, comenzaba en el S21 o Tuol Sleng, donde se buscaba obtener cualquier tipo de declaración bajo las más crueles torturas, y terminaba en los Campos de Exterminio o Choeung Ek, donde, finalmente, eran asesinados y enterrados. Por ambos lugares pasaron hombres y mujeres, así como jóvenes de entre quince y veinte años acusados por lo mismo: traición al partido, traición a la patria, traición a los camboyanos, traición al Angkar (La Organización, como lo denominaban). Jóvenes de la edad en la que en España estarían empezando a conocer mundo, en Camboya se veían abocados al final de sus vidas. Pero no sólo esos jóvenes, también los comprendidos entre diez y quince años eran acusados de lo mismo. Niños que en cualquier barrio de nuestras ciudades veríamos en las plazas y colegios jugar con la pelota, aquí eran sometidos a las mismas barbaridades que sus mayores. Pero no sólo ellos, los de entre cinco y diez años también. Niños de la edad en la que en nuestro país escriben con ilusión la carta a los Reyes Magos eran sometidos al mismo proceder. 

Hasta dónde llega el límite de la inconsciencia, hasta dónde seríamos capaces de llegar por cumplir una orden sin pensar en lo que estamos haciendo, hasta dónde puede abstraerse el ser humano con la excusa del miedo, de no tener otra alternativa. Hasta dónde los ejecutores de dichas macabras órdenes, que igual podríamos llegar a haber sido tú o yo, pueden silenciar su conciencia y llevar a cabo estas terribles acciones. Pues aún había más. No sólo los de cinco años fueron ejecutados de la misma forma que los mayores, con un palo en la nuca, sino que también acabaron con la vida de niños de entre cero y cinco años. Con los más pequeños no usaron un palo. 

Ahora me encuentro ante un árbol adornado con lazos de diferentes colores, un árbol que no llamaría la atención de no haber sido “vestido” de esa forma. Me acerco allí, curioso, con paso lento, con miedo a lo que pueda encontrarme, pero con las defensas bajas, pues el árbol, desde lejos, parece decorado como para Navidad, lleno de colores. Nada malo podría anunciar aquello. Sólo cinco segundos de lectura del cartel y poco menos de un minuto de explicación de la audio guía me muestran el árbol utilizado para asesinar a los niños que aún no tenían ni edad de hablar. Eran cogidos por sus piernas y lanzados sin piedad hacia su tronco. 

Este árbol tiene el fatal honor de haber acogido las últimas milésimas de vidas de cientos de niños. Como dijo Kurtz en El Corazón de las Tinieblas, de  Joseph Conrad, mi cabeza se vio invadida de una única expresión: “¡El horror!, ¡el horror!”.





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