lunes, 17 de febrero de 2014

La Dulce Condena



Me encontraba sentado en mi mesa de trabajo, realizando mi función en este mundo, delante de un ordenador, despierto desde las seis de la mañana, tecleando letras una detrás de otra para completar un informe que probablemente no se leería nadie, con cierto síndrome de la clase turista que hace que la sangre se te vaya a las piernas y colapse el sistema circulatorio de no moverse, cuando de repente, tras una cabezada que no pude contener, caí en las redes de mis captores. Abrí de nuevo los ojos y todo había cambiado, aquel no era el lugar en el que debía estar. Ya no veía un ordenador delante, ni estaba en un lugar cerrado y sin ventilación en el que debía pasar toda la parte soleada del día, sino en un asiento de mimbre, con los pies en lo alto de una mesa de madera, respirando aire puro, una brisa fresca y húmeda procedente de los bosques, contemplando aún borrosamente un maravilloso paisaje en el que sólo oía el canto de las aves, ranas, sapos y el sonido relajante del agua al pasar. Alguien me había apresado, quizás un elfo de los bosques, o un gnomo, o un ser azul de los de Avatar, y me había traído aquí contra mi voluntad. Lamentablemente tengo que resistir en esta celda natural, en San Marcos, en el Lago Atitlán, en el paraíso del Xamanec, oyendo a los pájaros, intentando descubrir el mensaje que me envían los árboles ancestrales que tengo a mi alrededor, que me transmiten el sentido de la vida, de dónde venimos, a dónde vamos, qué hacemos en este mundo, mientras no paro de escuchar el sonido de la naturaleza e inundo mis pulmones de aire de verdad. Pero ahora llevo mucho tiempo aquí, tanto que de vez en cuando me vienen recuerdos que quizás sean demencias, recuerdos de un lugar asfaltado y enladrillado al que parece que pertenecí, donde la gente se despertaba temprano, muy temprano, para hacer algo que no le gustaba durante la mayor parte del día y de los días de su vida, para conseguir  un metal al que llamaban dinero y que ellos mismos habían inventado para encadenarse a una rutina, que servía para comprar cosas que no se necesitaban, y para ahorrar y tener la oportunidad algún día de vivir al fin la última parte de su vida, ya viejecito, de manera tranquila y divertida, tal y como lo habrían querido hacer desde joven.  Sentado aquí, en mi dulce condena, me pregunto si quizás ocurre que mi demencia sea la realidad, y mi realidad la demencia.



2 comentarios:

  1. A la rubia este le ha encantado. Yo digo que es muy tuyo. Si te hubieses convertido en un animal y hubieses visto a ese que estaba sentado y le hubieses croado habria sido muy millas.

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  2. Jajaja, muchas gracias por tus palabras, Anónimo, díselo a esa rubia también. Creo que ese animal croa continuamente en mi cabeza...

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